lunes, 14 de junio de 2010

SIN LLAVE: EL GESTO DE LAS VANGUARDIAS: DADÁ Y LA REVOLUCIÓN DEL SIGLO XX

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Por Camilo N. Brodsky
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“Il faut être absolument moderne”
Rimbaud
“Ser modernos es formar parte de un universo en el que,
como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire”
Marshall Berman
“Buscar una explicación a las vanguardias artísticas europeas investigando sólo (...) las mutaciones del gusto es una empresa condenada al fracaso”
Mario De Micheli
“Rumbbb...... Trrraprrrr rrach...... chaz”
César Vallejo

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Cuando en 1916 Zurich asiste incrédulo al nacimiento del movimiento dadaísta, asiste a la vez a una originalísima forma de entender el mundo que se transformaría, con el tiempo, en signo del siglo que estaba naciendo.
Experiencia que integra y funda a un tiempo, Dadá vive y es expresión de la marejada vanguardista que envolvió a Europa en la primera mitad del siglo XX, y que sitúa en las primeras tres décadas del 1900 algunas de las más interesantes y potentes manifestaciones artístico-ideológicas europeas del siglo que se fue. Nacido en pleno desarrollo de la Primera Gran Guerra, el dadaísmo es producto del encuentro de una particular sensibilidad que halló en la Suiza neutral el campo ideal para su desenvolvimiento: llegados allí desde los más diversos rincones de Europa, Zurich se convirtió en la capital del antibelicismo intelectual y artístico, a la vez que en el refugio de disidentes y activistas políticos venidos de Rusia, Alemania y otros centros neurálgicos de la nueva etapa revolucionaria que estaba por abrirse en el viejo continente.
Pero entender cómo se fue gestando en ese Zurich del ’16 parte del sentido del siglo XX, es algo que involucra algo más que el lugar y el momento adecuado.
Para el crítico Mario De Micheli, el arte moderno “nació de una ruptura con los valores decimonónicos”[1], de un quiebre en “la unidad espiritual y cultural del siglo XIX. (...) y de la polémica, de la protesta y de la revuelta que estallaron en el interior de tal unidad nació el nuevo arte”[2]. Es decir, el fenómeno de las vanguardias se inscribe dentro de una suerte de ‘tradición de la ruptura’, la que en cierto sentido inaugura en la forma en que actualmente la conocemos, al dotar a esta ruptura de una radicalidad inédita hasta entonces, a no ser por antecedentes directos como Baudelaire o Rimbaud, los que sin embargo aún no le daban a esta radicalidad los niveles de organicidad y sentido político-programático que alcanzarían las vanguardias posteriormente.
Sin embargo, y más allá de la enorme significación no sólo de Dadá, sino del conjunto de las vanguardias artísticas en la construcción de un discurso inscrito en la ‘tradición de la ruptura’, nos interesa en primer lugar el ‘dónde’ se sitúan el ‘discurso’ y la ‘práctica’ dadaísta. Pregunta que, más allá de la retórica, apunta a situar este ‘discurso’ y esta ‘práctica’ en relación a la modernidad.
¿Es Dadá –y tal vez por extensión, el conjunto de las prácticas de avant garde- expresión de una modernidad tardía, un último grito de advertencia de la modernidad frente a la despersonalización y- paradójicamente- decolectivización que se nos venía encima? ¿O fue más bien un antecedente directo, una suerte de ‘cabeza de playa’ de lo que conocemos como posmodernidad?
El movimiento Dadá entra perfectamente en algunos de los parámetros planteados por Jameson para referirse a las representaciones de lo moderno, al exponer “(...) la posición social del viejo modernismo o, mejor dicho, el apasionado repudio del que fue objeto por parte de la antigua burguesía victoriana y posvictoriana, que percibió sus formas y su ethos alternativamente como repugnantes, disonantes, oscuros, escandalosos, inmorales, subversivos y, en general, ‘antisociales”[3]. Representación bastante sintonizada no sólo con cómo las esferas oficiales recibían las provocaciones del dadaísmo, sino que –y tal vez por ahí vaya la cosa- bastante cercana también al propio ‘espíritu de provocación’ que animaba al dadaísmo.
Y es tal vez en la contradicción que hay entre este espíritu y encontrar hoy las obras de Marcel Duchamp o Francis Picabia en espacios ‘consagrados’ del circuito cultural (museos, galerías), que podemos seguir la pista del ‘moderno’ dadaísmo, ya absorbido –cooptado incluso en su formalidad estética- por la ‘pluralidad’[4] posmoderna, y por “la canonización e institucionalización académica del movimiento modernista en general”[5], clave esta última en la que Jameson ve una de las razones de la emergencia del posmodernismo.
Desde esta perspectiva, no nos queda más que aceptar la enorme modernidad del gesto dadaísta, así como de su base programática –condensada en sus manifiestos-: la provocación como estrategia discursiva es, prácticamente, un ‘en sí’ de la modernidad, o al menos de la modernidad ‘tardía’ de principios del siglo XX.
Y sin embargo, el movimiento dadaísta participa también de una cierta ‘muerte’ de la razón, ‘muerte’ que implica también la supuesta ‘muerte del sujeto’, punto de partida del pensamiento posmoderno...
Hagamos un pequeño alto, para ver si podemos profundizar en los que serían los aspectos posmodernos –desde la óptica de Jameson- de la producción dadaísta. Haciendo referencia a los procesos de creciente “aceptación” e “integración” de los discursos –o formas- estéticas rupturistas desde la cultura oficial de la sociedad occidental, Jameson plantea que “lo que ha sucedido es que la producción estética actual se ha integrado en la producción de mercancías en general: la frenética urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa (desde los vestidos hasta los aviones), con cifras de negocios siempre crecientes, asigna una posición y una función estructural cada vez más fundamental a la innovación y la experimentación estética”[6]. Y es en este último punto –el de la innovación y la experimentación- en el que encontramos, además, la voz de De Micheli, que suena como un eco ante la definición de Jameson: “Así pues, Dada es antiartístico, antiliterario y antipoético. Su voluntad de destrucción tiene un blanco preciso que es, en parte, el mismo blanco del expresionismo; pero sus medios son bastantes más radicales. Dada está contra la belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento (...). Por tanto, en su rigor negativo también está contra el modernismo (...), acusándolos, en última instancia, de ser sucedáneo de cuanto ha sido destruido o está a punto de serlo, y de ser nuevos puntos de cristalización del espíritu, el cual nunca debe ser aprisionado en la camisa de fuerza de una regla, aunque sea nueva y distinta”[7].
¿Parte con Dadá lo que Jameson identifica como “una posición y una función estructural cada vez más fundamental (de) la innovación y la experimentación estética”? La pregunta es legítima sí, como parece cada vez más claro, instalamos a las vanguardias, y al dadaísmo en particular, en un escenario de transición hacia un nuevo paradigma, o hacia la desintegración de todo paradigma, si se prefiere. La práctica de Dadá, altamente iconoclasta, parece en ese sentido todo un adelanto de lo que más tarde cristalizaría en la posmodernidad. Como dice De Micheli, “lo que interesa a Dada es más el gesto que la obra; y el gesto se puede hacer en cualquier dirección de las costumbres, de la política, del arte y de las relaciones”[8], lo que parece completamente coherente –aunque no idéntico- a lo planteado por Jameson con respecto a los "Diamonds Dust Shoes" de Andy Warhol, en los que la ‘obra’ ha sido desplazada por el ‘gesto’ del fetiche, y donde el contenido ya no es referencial. Como dice Fredric Jameson, “No hay en este cuadro nada que suponga el más mínimo lugar para el espectador; un espectador que se enfrenta a él, al doblar una esquina del pasillo de un museo o de una galería, tan fortuitamente como a un objeto natural inexplicable”[9], situación que no deja de recordarnos los ‘objetos Dadá’ instalados en las paredes del Cabaret Voltaire, que resultaban difícilmente explicables al común de la gente.
Pero había ahí, sin embargo, un diálogo con el contexto. Un diálogo si se quiere incoherente, sustentado en la provocación y la interpelación, pero un diálogo al fin; diálogo que si bien no buscaba la comprensión de ‘obra’ en sí, exigía a grandes gritos el crédito del escándalo provocado por el ‘gesto’ en el espectador –el buen burgués, por lo general-. Y es que ahí donde las obras de Warhol exudan un impersonal individualismo en serie, el dadaísmo fue ante todo una negación, y por tanto una rebelión. Y la rebelión es, sin lugar a dudas, una de las piedras angulares de lo que nos hemos empeñado en rotular como ‘moderno’.
Dadá, al ser expresión de un ‘espacio estético’ transitivo, es producto de las contradicciones de este espacio, a las que –por si no fuera ya todo suficientemente confuso- se superponen las contradicciones propias de ‘lo moderno’: “los intelectuales radicales encuentran obstáculos radicales: sus ideas y movimientos corren peligro de desvanecerse en el mismo aire moderno que descompone el orden burgués que ellos luchan por superar”[10], apreciación de la que el dadaísmo, a pesar del constructo programático ‘negacionista’ que desarrolla, no parece escapar, pues debe adivinar su seguro fin en medio del convulso inicio del siglo XX, a pesar de su particularidad estética, que no hace más que operar, en definitiva, como una estrategia diferenciadora más. En ese sentido, vale la pena seguir a Berman cuando plantea que “los intelectuales deben reconocer las profundidades de su propia dependencia –dependencia tanto económica como espiritual- del mundo burgués que desprecian”, agregando que “jamás podremos superar esas contradicciones a menos que nos enfrentemos directa y abiertamente a ellas”[11], ejercicio que el dadaísmo, paradójicamente, no lleva a cabo a través del despliegue puramente estético y declamativo, sino que por medio de la acción política directa en tanto movimiento –como es el caso del núcleo dadaísta alemán[12]-, o a través de la intervención política posterior de sus miembros, que vuelcan sus energías hacia la actividad revolucionaria, una vez terminado el despliegue Dadá.
Para decirlo de otro modo, e intentando algún grado de síntesis, el desarrollo y muerte de Dadá es la historia ‘en pequeño’ de un tránsito que aún no sabemos si ha acabado; es una de las manifestaciones palpables de esos particulares momentos en que un paradigma comienza a transformarse –o derrumbarse, dependiendo de la óptica con que se mire-, para dar paso a una nueva forma de comprender y construir el mundo a partir de un nuevo paradigma. Y las contradicciones por las que pasó el dadaísmo –la búsqueda frenética de todas las vanguardias por encontrarse a sí mismas en la ‘tradición de la ruptura’- son las propias de un período de transición, que, como en un espejo visionario, ve reflejado en el arte el devenir de sus pasos futuros.
El absurdo, la negación, la provocación como estrategia, son la forma en que Dadá digirió –en la medida de sus limitaciones- ese tiempo en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

SIN LLAVE: LIBROS, MAGIA Y CENSURA

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Carlos Yusti
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En los distintos foros, jaleos, charlas y saraos a los que me invitan para dar labia sobre literatura y libros nunca falta la pregunta, ¿para qué sirve la literatura? Me mosqueo y para no proporcionarle ideas a los censores e inquisidores de siempre, trato de acercarme al ojo del huracán de la respuesta guardándome un as en la manga y respondo: la literatura no sirve para nada.
Los libros han alimentado muchas hogueras a lo largo de la historia humana, siempre, para fanáticos y censores, son objetos dañinos los cuales hay que mantener cerrados, mutilados y prohibidos. Los enemigos de los libros, que son más de los que ingenuamente se cree, están convencidos que los libros poseen algo perverso, un extraño sortilegio que de alguna manera puede cambiar la estructura mental de los lectores y la de la realidad. (De igual manera muchos piensan en las pasiones perversas que despierta la televisión).
Vladimir Nabokov, aseguró, en alguna de sus clases en la universidad, que las grandes novelas de la literatura no eran otra cosa de cuentos de hadas, ficciones creadas por la imaginación artística. Y él mismo demostró esta tesis con su “Lolita”, novela que le proporcionó sus cinco minutos de fama. Nabokov, lo confirmó en algunas entrevistas, en “Lolita” se lo inventó todo. Su imaginación insuflo vida al viejo baboso al que le gustan las niñas en flor; de igual modo se inventó el ambiente y la Norteamérica, de moteles y lugares de comida rápida, es sólo una escenografía de su intuición creadora. La novela fue censurada y vilipendiada. Hay gente a la que le gusta creer que las novelas son un fiel reflejo de la realidad, personas que se traspapelan con los personajes y a los que el escritor denomina como filisteos o como lo escribe Nabokov: “El filisteo ni sabe ni se le da nada del arte, incluida la literatura; su naturaleza esencial es antiartística, pero quiere información y está educado en la lectura de revistas. Es lector asiduo del Saturday Evenig Post, y al leer se identifica con los personajes”. Es bueno hacer distinciones. Claro que los arribistas que presenta Balzac, en sus novelas, o esa adultera incomparable de Madame Bovary, poseen pinceladas especiales muy por encima a los arribistas y adulteras que uno ha padecido en la vida ordinaria. No sé, pero en verdad hay personajes de novelas inolvidables; en cambio en la vida hay personas, que aunque hayan cruzado el campo de visión de nuestra existencia, son menos reales, tienen menos humanidad, menos carnadura poética y de los cuales con facilidad se olvidan y nunca más existe la necesidad de tomarse la molestia en recordarlas. No obstante hay personajes que siempre resuenan en nuestra alma.
Para censores e inquisidores los libros no sólo reflejan la vida, sino que de alguna manera son responsables de trastocar la vida, la historia, el destino e incluso la realidad gris y obstinada donde nos movemos a diario. Don Quijote quiso llevar a la práctica lo leído en los libros, para darle un viraje a la realidad sin magia que le tocó en suerte y todo el mundo sabe como terminó la osadía del caballero de la triste figura.
Pero dejemos a Don Quijote y volvamos al mundo real. Hace poco en los Estados Unidos se ha desatado una oleada de censura contra los libros de Harry Potter. En algunas escuelas han sido prohibidos y en una que otra localidad han osado quemar el libro. Los argumentos para semejante salvajada son más bien insólitos. Aducen que los libros no son más que manuales de magia y brujería. Que la marca en forma de s en la frente de Harry lo conecta con el mundo perverso de Hitler y su policía política llamada SS. Una de las fieles lectoras de Potter, con apenas nueve años, coincidiendo por casualidad con Nabokov afirmó: “Mis amigos y yo sabemos que los libros de Harry Potter son historias irreales, son sólo historias de ficción entretenidas y emocionantes; nada es verdad y son sólo eso: historias de ficción”.
La autora J.K. Rowling dista bastante de ser una bruja siniestra. Divorciada y con una hija la vida se le convirtió en un laberinto de estrecheses económicas y para salir a flote tuvo que dar clases de inglés. Decide escribir el libro para sacudirse la depresión. Con lo justo para tomarse un café deambula por una que otra cafetería escribiendo el primer libro de Harry. Sus antecedentes bibliográficos inmediatos son los libros de Tolkien. Luego de terminar el libro escribe varias copias a mano, ya que no tiene el dinero necesario para fotocopiarlo. Va de editorial en editorial hasta que en el año 1997, Bloomsbury lo compra en la Feria del Libro de Bolonia. El libro ha puesto a leer a niños, jóvenes y viejos por igual.
El culto y temor por los libros se inicia, por paradójico que resulte, en los albores de la Edad Media y la enseñanza en monasterios de artes liberales. Para la antigüedad, hay un texto de Borges que ahonda sobre este aspecto, tenía más valor la palabra oral que la escrita. Ese axioma de Clemente de Alejandría podría ser el sello de ese recelo a los libros: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda”.
Este temor por los libros y la palabra escrita fue disipándose en la Edad Media con la creación de las Universidades y las bibliotecas. Ernets Robert Curtis escribió que «el empleo de la escritura y del libro en el lenguaje metafórico se encuentra en todas las épocas de la literatura universal...” El libro se tuvo por bastante tiempo como un medio para la perfección del espíritu. Para Shakespeare el libro tiene un valor menos rotundo y envarado. A la sazón Curtis escribe: “Shakespeare no concibe la escritura ni el libro como un contenido vital, como atmósfera, como representante simbólico del conocimiento y de la sabiduría; para sus metáforas del libro acude al estilo retórico de la poesía contemporánea y la transforma en múltiple y variadísimo juego de ideas...”
Con el afianzamiento feroz del cristianismo como nueva concepción de Dios y el mundo la Biblia pasa a convertirse en un libro sagrado; centro de la verdad y columna vertebral de la inspiración divina. Los otros libros, considerados profanos, ya no tienen interés alguno. Gerard-Georges Lemaire acota: “Durante la Alta Edad Media, la enseñanza monacal se encaminó a la abolición de las artes liberales, y en el siglo VI se prohibió la lectura de textos profanos tanto a os neófitos como a los clérigos.” El Santo Oficio de la Inquisición en 1558 crea el Index Librorum Prohibitorum, una guía exhaustiva de los libros tachados de nocivos y contrarios a los preceptos eclesiásticos. El fanatismo clerical comenzó tímidamente quemando libros y objetos (en la actualidad la histórica pira propiciada por Savonarola en Florencia, llamada “la hoguera de las vanidades”, sirve de alimento para los turistas) y luego, sin el menor asomo de humanidad, pasaría a quemar los cuerpos en una empresa policial modelo a futuro.
El 10 de marzo de 1933 los nazis realizaron unos de los auto de fe más emblemáticos de la historia. Más de veinte mil libros amontonados en varias montañas fueron sometidos al fuego, bajo la mirada vigilante de los bomberos para evitar cualquier accidente. En la dictadura de Augusto Pinochet la cesura y quema de libros se hizo con una eficacia sistemática de relojería. En Afganistán los Talibanes no sólo destruyeron obras de arte monumentales, sino que destruyeron todos los libros que cayeron en sus funestas manos. En el País Vasco, la librería “Lagun” tiene record de ser una de las más bombardeadas por ETA.
En el prólogo de su libro “Cómo leer y por qué”, Harold Bloom escribe: “Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y mucho más”. Los libros de alguna manera ensanchan nuestra existencia, expanden nuestra visión del mundo y sobre todo nos enseñan las posibilidades de la imaginación y la memoria.
Los libros siempre serán objetos peligrosos para ciertas mentes estrechas y triviales/tribales. No obstante el lector es el mejor aliado del libro y de los autores o como lo ha escrito Nabokov: “Es él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes, puritanos, filisteos, moralistas, políticos, policías, administradores de correo y mojigatos”.